viernes, 17 de abril de 2015

De teólogos y científicos








NMIP: LUIS LEON PIZARRO

En 1496, a sus veintitrés años, Juan Pico della Mirandola publicó en Roma Conclusiones philosophicae, cabalisticae et theologicae, donde expuso novecientas proposiciones. Era su deseo discutirlas tras la Epifanía del año siguiente con sabios de las distintas culturas conocidas en el momento. El Papa Inocencio VIII frustró esta pretensión por encontrar en el prolijo postulado dieciocho tesis heréticas. Pico insistió en su pertinencia con una Apología, que el pontífice juzgó como grave pecado de soberbia y obstinación, por lo que fue excomulgado; pese a que huyó a Francia, acabó siendo detenido y encarcelado en la prisión de Vicennes.


Una de sus proposiciones afirmaba que ninguna ciencia da mejor prueba de la divinidad de Cristo Jesús que la magia y la cábala; otra proclamaba que el teólogo no puede estudiar las propiedades de las líneas y de la figuras sin peligro. La presencia en su biblioteca de los Elementos, de Euclides, y un ejemplar de la Geometría, de Leonardo de Pisa, prueban que él mismo había afrontado, siquiera momentáneamente, ese riesgo.


Tiempo después, una confirmación de ambas tesis se encontró explícitamente reflejada en el trabajo de los teólogos Gottfried Leibniz e Isaac Newton.


El alemán, al que se deben indudables avances en el ámbito del cálculo o de la lógica combinatoria, prodigó con generosidad su talento para teorizar sobre lo inexistente. Así, en la Monadología se establecen los fundamentos básicos del más allá: las mónadas. Estas vienen a ser a la Metafísica lo que los átomos representan en la realidad de los fenómenos. La Teodicea, sin embargo, especula con la justificación de las evidentes imperfecciones de la naturaleza, y concluye que este es “el mejor de los mundos posibles”, porque fue creado por un Dios perfecto.


El inglés —incuestionable genio al que la humanidad adeuda el intrincado cálculo infinitesimal, el análisis físico de la luz, la ley de la gravitación universal y las leyes de la dinámica— dedicó más tiempo al estudio de la Biblia que al de la ciencia. Se declaró arriano y combatió con insistencia el dogma de la Trinidad (An historical account of two notable carruption of Scriptures); solía firmar sus escritos de esta índole con el seudónimo Jeova Sanctus Unus. También aventuró variadas conjeturas sobre el advenimiento del “Dia del Juicio Final” (Observations upon the prophecies), que según él no acaecería antes del año 2060. Pero quizá su más arriesgada aportación se produjo en el ámbito de la alquimia: Newton estudió con ahínco la trasmutación de los elementos (The vegetations of metals) y buscó con denodado entusiasmo la piedra filosofal y el elixir de la vida (Teatrum chemicorum, De natura acidorun, Praxis…).


A pesar del desarrollo del método científico en la Edad Contemporánea, la idea de Dios ha seguido poblando la mente de los hombres de ciencia de nuestro tiempo, al menos como metáfora. Es verdad que el estudio de los conjuntos infinitos y transinfinitos de los números, promovido por el matemático Georg Cantor, no ayuda a clausurar la imagen de un ser superior: en el infinito cabe todo. Así, en la misma línea esotérica, los físicos del CERN, que buscan en su gigantesco acelerador de partículas el bosón de Higgs, han llamado a esta mota, fundamental e hipotética, la partícula Dios.


De una forma poética parecida, Albert Einstein, por ejemplo, creía en “un Dios que se revela en la armonía de todo lo que existe, no en un Dios que se interesa en el destino y las acciones del hombre”. El ilustre premio Nobel deseaba conocer cómo Dios había creado el mundo. Resumió así sus creencias: “Mi religión consiste en una humilde admiración del ilimitado espíritu superior que se revela en los más pequeños detalles que podemos percibir con nuestra frágil y débil mente”. Como Spinoza, Einstein creía que Dios es idéntico al orden matemático del universo. “Si hay algo en mí —afirmó en cierta ocasión en su correspondencia— que pueda ser llamado religioso es la ilimitada admiración por la estructura del mundo, hasta donde nuestra ciencia puede revelarla”.


En ocasiones, la idea de Dios ha servido también a algún científico del presente como estrategia comercial, lo que no deja de ser una variante del peligro sobre el que alertaba Pico della Mirandola. El astrofísico Stephen Hawking representa un significativo caso de esta perversión teológica. Siempre que lanza al mercado algún ensayo de divulgación científica, los diarios del mundo suelen recoger sus manifestaciones en dicho sentido. Recientemente, a propósito de la publicación de The Grand Desing — título que pretende provocar a los seudo científicos creacionistas— , afirmó: “Creo que el universo está gobernado por las leyes de la ciencia. Estas pudieron haber sido creadas por Dios; pero Dios no interviene para romper las leyes”. Semejantes aseveraciones juegan a desafiar puerilmente a las confesiones religiosas, si bien no dejan de ser retos vacuos. ¿Qué tipo de científico sería si afirmara lo contrario?


Resulta imposible agotar los ejemplos: nada se dirá de Charles Darwin y su prolongado dilema entre ciencia o creencia; baste, por referir tipos contemporáneos, con los investigadores Richard Dawkins y Francisco Ayala. El primero es un sociobiólogo empeñado en demostrar científicamente la inexistencia de Dios; el segundo, genetista insigne, admite que ciencia y fe siguen caminos separados, que no se interfieren.


No se pretende abordar aquí la sucesiva invención de Dios, proeza literaria incomparable, que parece ser consecuencia de un residuo biológico, unánime excrecencia de eso que los paleoantropólogos gustan llamar la mente simbólica, y que ni siquiera el ejercicio prolongado de la razón cesa. La única aspiración de estas notas consiste en subrayar lo cerca que en ocasiones bregan el mito y el logos, no entre sí, sino codo con codo, en su obcecada empresa por ofrecer la enésima explicación del mundo. Acaso, las vacilaciones de los hombres de ciencia muestren el humilde y justo convencimiento de que toda ley, aunque se acompañe de la etiqueta de “universal”, solo ha sido comprobada en esta insignificante y remota región de la Vía Láctea donde vivimos: si no existe la empiria universal, nunca se sabrá si las leyes que pretenciosamente formulamos se cumplen en cualquier rincón del cosmos.


La imposibilidad de penetrar el esquema divino del universo, no puede, sin embargo, disuadirnos de planear esquemas humanos, aunque nos conste que estos son provisionales. A pesar de los riesgos, la ciencia, su capacidad de repensarse, es lo único que nos queda. Lo demás son respuestas sospechosamente sencillas para satisfacer enigmas. Esperemos que siempre haya candidatos dispuestos a correr el peligro sobre el que alertaba Pico, determinados a desmontar una ley sin otra arma que la realidad, empeñados, aunque solo sea, en distinguir los sueños de la vigilia o en confirmar que más allá de las ecuaciones solo se alcanza el vértigo de la noche. Larivoli